Para comprender qué supuso el Realismo en el arte y la literatura en España, puede ser útil leer esta página, que ejemplifica cada apartado con textos de la época.
Las obras consideradas iniciadoras de las tres corrientes básicas de la novela realista en España son La gaviota, La Fontana de Oro y La desheredada.
Puedes tener una visión global de su aparición en esta línea del tiempo. (Las fechas de La Fontana de Oro y La desheredada son las de su escritura, no las de su publicación). Debajo de esta imagen puedes leer fragmentos de cada una.
PRE-REALISMO
La gaviota (1849), de Fernán Caballero.
«Apenas puede aspirar esta obrilla a los honores de la novela. La sencillez de su intriga y la verdad de sus pormenores no han costado grandes esfuerzos a la imaginación. Para escribirla, no ha sido preciso más que recopilar y copiar.
Y, en verdad, no nos hemos propuesto componer una novela, sino dar una idea exacta, verdadera y genuina de España, y especialmente del estado actual de su sociedad, del modo de opinar de sus habitantes, de su índole, aficiones y costumbres. Escribimos un ensayo sobre la vida íntima del pueblo español, su lenguaje, creencias, cuentos y tradiciones. La parte que pudiera llamarse novela sirve de marco a este vasto cuadro, que no hemos hecho más que bosquejar.
Al trazar este bosquejo, sólo hemos procurado dar a conocer lo natural y lo exacto, que son, a nuestro parecer, las condiciones más esenciales de una novela de costumbres. Así es, que en vano se buscarán en estas páginas caracteres perfectos, ni malvados de primer orden, como los que se ven en los melodramas; porque el objeto de una novela de costumbres debe ser ilustrar la opinión sobre lo que se trata de pintar, por medio de la verdad; no extraviarla por medio de la exageración.»
(La gaviota, Prólogo).
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REALISMO
[Antes que nada, un recorrido por cómo leer el escudo de España, que refleja su historia] : símbolos de España y Toisón de Oro (y más blasones hispánicos).
La Fontana de Oro (publicada en 1870), de Benito Pérez Galdós.
«Durante los seis inolvidables años que mediaron entre 1814 y 1820, la villa de Madrid presenció muchos festejos oficiales con motivo de ciertos sucesos declarados faustos en la Gaceta de entonces. Se alzaban arcos de triunfo, se tendían colgaduras de damasco, salían a la calle las comunidades y cofradías con sus pendones al frente, y en todas las esquinas se ponían escudos y tarjetones, donde el poeta Arriaza estampaba sus pobres versos de circunstancias. En aquellas fiestas, el pueblo no se manifestaba sino como un convidado más, añadido a la lista de alcaldes, funcionarios, gentiles-hombres, frailes y generales; no era otra cosa que un espectador, cuyas pasivas funciones estaban previstas y señaladas en los artículos del programa, y desempeñaba como tal el papel que la etiqueta le prescribía.

Alegoría del regreso de Fernando VII a España desde el exilio en 1814. Fernando VII el Deseado. Fuente: Memoria de Madrid.
Las cosas pasaron de distinta manera en el período del 20 al 23, en que ocurrieron los sucesos que aquí referimos. Entonces la ceremonia no existía, el pueblo se manifestaba diariamente sin previa designación de puestos impresa en la Gaceta; y sin necesidad de arcos, ni oriflamas, ni banderas, ni escudos, ponía en movimiento a la villa entera; hacía de sus calles un gran teatro de inmenso regocijo o ruidosa locura; turbaba con un solo grito la calma de aquel que se llamó el Deseado por una burla de la historia, y solía agruparse con sordo rumor junto a las puertas de Palacio, de la casa de Villa o de la iglesia de Doña María de Aragón, donde las Cortes estaban.
¡Años de muchos lances fueron aquellos para la destartalada, sucia, incómoda, desapacible y oscura villa! Sin embargo, no era ya Madrid aquel lugarón fastuoso del tiempo de los reyes tudescos: sus gloriosas jornadas del 2 de Mayo y del 3 de Diciembre, su iniciativa en los asuntos políticos, la enaltecían sobremanera. Era, además, el foro de la legislación constituyente de aquella época, y la cátedra en que la juventud más brillante de España ejercía con elocuencia la enseñanza del nuevo derecho.
A pesar de todos estos honores, la villa y corte tenía un aspecto muy desagradable. Mari-Blanca continuaba en la Puerta del Sol como la más concreta expresión artística de la cultura matritense. Inmutable en su grosero pedestal, la estatua, que en anteriores siglos había asistido al tumulto de Oropesa y al motín de Esquilache, presidía ahora el espectáculo de la actividad revolucionaria de este buen pueblo, que siempre convergía a aquel sitio en sus ovaciones y en sus trastornos.
Si fuera posible trasladar al lector a las gradas de San Felipe, capitolio de la chismografía política y social, o sentarle en el húmedo escaño de la fuente de Mari-Blanca, punto de reunión de un público más plebeyo, comprendería cuán distinto de lo que hoy vemos era lo que veían nuestros abuelos hace medio siglo. De fijo llamaría su atención que una gran parte de los ociosos, que en aquel sitio se reúnen desde que existe, lo abandonaban a la caída de la tarde para dirigirse a la Carrera de San Jerónimo o a otra de las calles inmediatas. Aquel público iba a los clubs, a las reuniones patrióticas, a La Fontana de Oro, al Grande Oriente, a Lorencini, a La Cruz de Malta. En los grupos sobresalían algunas personas que, por su ademán solemne, su mirada protectora, parecían ser tenidas en grande estima por los demás. Aparentaban querer imponer silencio a la multitud; otras veces, extendiendo los brazos en cruz, volvíanse atrás como quien pide atención: todo esto hecho con una oficiosa gravedad que indicaba influjo muy grande o presunción no pequeña.
La mayor parte se dirigía a la Carrera. Es porque allí estaba el club más concurrido, el más agitado, el más popular de los clubs: La Fontana de Oro. Ya entraremos también en el café revolucionario. Antes crucemos, desde el Buen Suceso a los Italianos, esta alegre y animada Carrera de los Padres Jerónimos, que era entonces lo que es hoy y lo que será siempre: la calle más concurrida de la capital.
(La Fontana de Oro, capítulo I, «La Carrera de San Jerónimo en 1821»).
[En el periodo 1814-1820 el rey Fernando VII regresó tras la invasión francesa y restauró el absolutismo. En 1820 se vio obligado a aceptar el llamado trienio liberal (1820-1823), breve periodo de libertades que el rey aplastó con la intervención militar de los Cien Mil Hijos de san Luis.
La Gaceta (que es el precedente del actual Boletín Oficial del Estado) contaba cosas como esta, llena de parabienes para el monarca Fernando VII. De ese «augusto enlace» por el que se felicita al monarca no se dice nada de que, por ejemplo, era su tercera boda (con un historial que el blog Históricamente incorrecto cuenta con desparpajo).]
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NATURALISMO
La desheredada (1881), de Benito Pérez Galdós.
«El barranco de Embajadores, que baja del Salitre, es hoy en su primera zona una calle decente. Atraviesa la Ronda y se convierte en despeñadero, rodeado de casuchas que parecen hechas con amasada ceniza. Después no es otra cosa que una sucesión de muladares, forma intermedia entre la vivienda y la cloaca. Chozas, tinglados, construcciones que juntamente imitan el palomar y la pocilga, tienen su cimiento en el lado de la pendiente. Allí se ven paredes hechas con la muestra de una tienda o el encerado negro de una clase de Matemáticas; techos de latas claveteadas; puertas que fueron portezuelas de ómnibus, y vidrieras sin vidrios de antiquísimos balcones. Todo es allí vejez, polilla; todo está a punto de desquiciarse y caer. Es una ciudad movediza compuesta de ruinas. Al fin de aquella barriada está lo que queda de la antigua Arganzuela, un llano irregular, limitado de la parte de Madrid por lavaderos, y de la parte del campo por el arroyo propiamente dicho. Este precipita sus aguas blanquecinas entre collados de tierra que parecen montones de escombros y vertederos de derribos.
La línea de circunvalación atraviesa esta soledad. Parte del suelo es lugar estratégico, lleno de hoyos, eminencias, escondites y burladeros, por lo que se presta al juego de los chicos y al crimen de los hombres. Aunque abierto por todos lados, es un sitio escondido. Desde él se ven las altas chimeneas y los ventrudos gasómetros de la fábrica cercana; pero apenas se ve a Madrid. Hay un recodo matizado de verde por dos o tres huertecillas de coles, el cual sirve de unión entre la plaza de las Peñuelas y la Arganzuela. En este recodo el transeúnte cree encontrarse lejos de toda vivienda humana. Sólo hay allí una choza guardada por un perro, dentro de la cual un individuo, al modo de gitano, cuida los plantíos de coles.
Pues bien: por este paso, que se llama la Casa Blanca, los valientes muchachos se corrieron desde las Peñuelas a la Arganzuela, lugar que ni hecho de encargo fuera mejor para descalabrarse a toda satisfacción.

Ómnibus en el Madrid del siglo XIX. Fuente: Consorcio de Transportes de Madrid
[…]
El Majito soltó la piedra refunfuñando feroces amenazas de asesinato. Volviéndose a los desvergonzados comerciantes, Pecado les dijo con imperioso ademán, en que había tanta energía como orgullo:
«Dirvos.
–No nos da la gana.
–Dirvos, digo…. y venga mi sombrero.
–Miale, miale… ¿Te quieres callar? El sombrero es mío».
Al oír Pecado una afirmación tan contraria a los sagrados derechos de propiedad, no se pudo contener más. Huyó de su corazón la generosidad, de su espíritu la prudencia, y arremetió a Zarapicos con tal empuje que este dio algunos pasos atrás, y habría caído en tierra si no fuera también un muchachote robusto. Lucharon, ¡ay!, con varonil fiereza. Las bofetadas se sucedían a las bofetadas, los porrazos a los porrazos. De cada golpe se inflaba un carrillo. Trabados al fin de manos y brazos, cayeron rodando. Zarapicos debajo,Pecado encima. Pecado vencía, y machacó sobre su víctima con ferocidad. El niño rabioso supera en barbarie al hombre. ¿Habéis visto reñir a dos pájaros? El tigre es un animal blando al lado de ellos.
Bien molido estaba Zarapicos, cuando acercó a coger entre sus dientes un dedo de Pecado. ¡Oh! ¡Con qué inefable delicia apretó las quijadas! Mariano dio agudísimo grito, y saltó como gallo herido. El otro se levantó. Su rostro era un conjunto de dolor, de vergüenza, totalmente embadurnado de fango y lágrimas. Al mismo tiempo reía y lloraba. Pecado se cegó; no veía nada; llevó la mano a la cuerda que sujetaba sus calzones a la cintura. La última injuria que cambiaron fue referente a sus respectivas madres. Cuando nada inmundo les queda por decir, arrojan aquel postrer salivazo de ignominia sobre la cuna que poco antes les ha mecido.
«Tu madre es una acá y una allá.
–Tu madre es esto o lo otro».
Pecado no dijo ni oyó más; sacó de la cintura una navajilla, cortaplumas o cosa parecida, un pedazo de acero que hasta entonces había sido juguete, y con él atacó a Zarapicos. Del golpe, el infeliz chiquillo cayó seco.
¡Hombres ya!
Silencio terrorífico. Los muchachos todos se quedaron yertos de miedo. Al principio no comprendían la realidad abominable del hecho. Cuando la comprendieron, los unos echaron a correr llevados de un compasivo horror; los otros rompieron a llorar con ese clamor intenso, sonoro, dolorido, que indica en ellos la intuición de las grandes desdichas.
Aquello no era una travesura; era algo más. Aquello de que estaba manchado Zarapicos no era el almagre de que se pintaban alguna vez para jugar; era sangre, ¡sangre! Zarapicos no jugaba al muerto; no hacía gestos para hacer reír a sus compañeros; no decía con voz doliente ¡madre! para representar una comedia; era que se moría realmente… Temblando, pálido y siniestro, con los ojos secos, sin tener clara idea de su acción, Pecado arrojó el arma que había sido juguete. El instinto le mandaba huir, y huyó.
(La desheredada, cap. VI, «¡Hombres!»).
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»Ya siento un poco de sueño. Detrás de los ojos noto pesadez… Si no fuera por este pensar continuo y esto de ver a todas horas lo que ha pasado y lo que ha de pasar… Ven, sueñecito, ven… ¿Pero cómo he de dormir? Me acuerdo de mi hermano preso, y la cabeza se me despeja, doliéndome. Está visto, no me dormiré hasta las dos. ¡Pobre, infeliz hermano! ¡Qué afrenta tan grande para mí y para él! No, mientras esto no se arregle y Mariano salga de la cárcel no diré una palabra, no daré un solo paso, no veré a mi abuela… ¡Ay, infeliz Isidora, infeliz mujer, infeliz mil veces! ¿Cómo quieres dormir con tanta culebrilla en el pensamiento? Aquí, debajo de este casco de hueso, hay un nido en el cual una madre grande y enroscada está pariendo sin cesar… El palacio, mi abuela, mi hermano criminal, yo sin botas, yo llena de deudas, y luego aquel, aquel, aquel, que ha venido a trastornarme más… ¡Qué hermosos, qué divinos ojos los de mi madre! Cuando la vi en pintura me pareció verla viva, que me miraba y se reía, diciéndome cosas de esas que se les dicen a los hijos. Madre querida, mándame un beso y con él un poco de sueño. Quiero dormir; pero no se duerme sin olvidar, y yo no puedo echar de mi cabeza tanta y tanta cosa. ¡Si se lograra dormir cerrando mucho los ojos; si se pudiera olvidar apretándose las sienes!… Me volveré de este otro lado. ¿Para qué, si al instante me he de cansar también? Más vale que abra los ojos, que me distraiga rezando o contándome cuentos. ¡Jesús, qué negro está mi cuarto! Si no duermo, vale -190- más que encienda luz y me levante, y abra el balcón y me asome a él… Pero no, tendré frío, me constiparé, cogeré una inflamación, una erisipela. ¡Ay, qué horror! Me pondré tan fea…, y es lástima, ¡porque soy tan guapa, me estoy poniendo… divina! Aquí, recogida una en sí, y en esta soledad del pensar, cuando se vive a cien mil leguas del mundo, se puede una decir ciertas cosas, que ni a la mejor de las amigas ni al confesor se le dicen nunca. ¡Qué hermosa soy! Cada día estoy mejor. Soy cosa rica, todos lo afirman y es verdad… ¡Dios de mi vida, las dos! Este chasquido que oigo es el muellecito de la caja en que Melchor guarda su pipa. El asno bonito se acuesta…¡Las dos, y yo despierta!…
»¡Qué silencio en la casa! Me volveré de este otro lado… ¡Oh!, ¡qué calor tengo! Me deslizaré a esta otra parte que está más fresca. Tengo un cuerpo precioso. Lo digo yo y basta… Vamos, ¿pues no me estoy riendo, cuando son las dos y no he podido dormirme? Virgen Santísima, sueño, sueño, olvido… Esta es otra; ¿por qué me palpita el corazón? Lo mismo fue hace dos noches. Yo tengo algo, yo estoy enferma. Este latido, este sacudimiento no es natural. Parece que se me salta… ¡Jesús, madre mía! ¿Qué siento? ¡Pasos en mi cuarto! ¡Alguien ha entrado!… ¡Ah!, no, no hay nada: es como una pesadilla… ¡Cómo sudo, y qué sudor tan frío! ¡Si al menos me durmiera! ¿Pero cómo, si el corazón sigue palpitando fuerte?… Tengamos serenidad. Corazón, estate quieto. No bailes tanto, que me dueles… ¡Cuidado, que te me rompes, que te me rompes!… ¡Qué cosas pienso! Cuando estoy despabilada y paso toda la noche afinando el pensar, hasta se me figura que me entra talento… Y vamos a ver, ¿por qué no he de tener yo talento? Sí que lo tengo. Eso, antes que los demás, lo conoce la misma persona que lo tiene. No, mamá mía, no has echado tontos al mundo. Yo…. ya ves; y en cuanto a Mariano, deja que salga de esa maldita cárcel, que se afine, que se pulimente, que se instruya… ¡Dios me valga! ¡Las tres!
(La desheredada, capítulo XI, «Insomnio número cincuenta y tantos»).