Naturalismo

El Naturalismo, movimiento liderado por el novelista francés Émile Zola en el último cuarto del siglo XIX, se caracterizó por
  • inclusión de los aspectos más sórdidos,
  • personajes presos del determinismo (atrapados por sus taras genéticas o por el ambiente en el que han crecido),
  • contenido erótico,
  • visión crítica de la sociedad.
 En este fragmento de la novela Nana (1880) de Zola, uno de los amantes de la protagonista, el conde Muffat, lee un artículo que la describe como una «mosca de oro». Mientras, ella se recrea en su propio cuerpo desnudo.


«Uno de los placeres de Naná consistía en desvestirse ante el espejo de su armario, en el que se veía de pies a cabeza. Dejaba caer hasta la camisa; luego, totalmente desnuda, se olvidaba de lo demás y se contemplaba largamente. Era una pasión de su cuerpo, un arrobamiento por la tersura de su piel y la línea ondulante de su talle, y se quedaba alelada, y absorta en un amor a sí misma. Con frecuencia el peluquero la encontraba así, sin que ella volviese la cabeza. Entonces Muffat se enfadaba y ella se sorprendía. ¿Qué le importaba? Aquello no era para los demás, sino para ella.
Nana ante el espejo, Georges Bellenger.

Nana, «Nana au miroir». Georges Bellenger, Paris, C. Marpon et E. Flammarion, 1882. BnF, Littérature et Art, 4-Y2-2197, p. 5

Aquella noche, queriéndose contemplar mejor, encendió las seis velas de los apliques, pero cuando dejaba resbalar la camisa, se detuvo, preocupada desde hacía un momento con una pregunta que tenía en la punta de la lengua.

–¿No has leído el artículo del Fígaro? El periódico está sobre la mesa.

La risa de Daguenet le volvía a la memoria, y la asaltaba cierta duda. Si ese Fauchery la había criticado, se vengaría.

–Dicen que trata de mí el artículo –repuso ella afectando un aire indiferente–. ¿Qué opinas tú, querido?

Y soltando su camisa, esperando que Muffat acabase la lectura, permaneció desnuda.

Muffat leía lentamente. La crónica de Fauchery, titulada «La mosca de oro», era la historia de una muchacha nacida de cuatro o cinco generaciones de borrachos, la sangre viciada por una larga herencia de miseria y embriaguez, que en ella se transformaba en una degradación nerviosa de su sexo. Había crecido en un arrabal, en el arroyo parisiense, y alta, hermosa, de carne soberbia como planta de estercolero, vengaba a los indigentes y a los abandonados, a los cuales pertenecía. Con ella, la podredumbre que se dejaba fermentar en el pueblo ascendía y pudría a la aristocracia. Ella se convertía en una fuerza de la naturaleza, en un fermento de destrucción, s
in quererlo ella misma, corrompiendo y desorganizando París entre sus muslos de nieve. Y al final del artículo aparecía la comparación de la mosca, una mosca de color de sol y envuelta en basura, una mosca que tomaba la muerte de las carroñas toleradas a lo largo de los caminos y que, zumbando, bailando, lanzando brillos de joya, envenenaba a los hombres con sólo ponerse sobre ellos, en los palacios que invadía entrando por las ventanas.

Muffat levantó la cabeza, con los ojos fijos, mirando al fuego.

–¿Y qué? preguntó Naná.

Pero no respondió. Pareció que quería releer la crónica. Una sensación de frío recorría su espalda desde la nuca. Aquella crónica estaba escrita diabólicamente, con un cabrioleo de frases, una exageración de palabras imprevistas y de reproches barrocos. No obstante, quedó impresionado por una lectura que de golpe le acababa de despertar todo lo que no quería remover desde hacía unos meses.

Entonces levantó la mirada. Naná se había absorbido en su arrobamiento de sí misma. Inclinaba el cuello, mirando con atención en el espejo un pequeño lunar que tenía encima de la cadera derecha, y se lo tocaba con la punta de un dedo, haciéndolo resaltar más, sin duda porque lo encontraba gracioso y bonito en aquel sitio… Luego estudió otras partes de su cuerpo, divertida y dominada por sus curiosidades viciosas de chiquilla. Siempre la sorprendía el contemplarse; tenía el aspecto asombrado y seducido de una muchacha que descubre su pubertad… Lentamente abrió los brazos para destacar su busto de Venus mórbida, doblando la cintura para examinarse de frente y de espalda, deteniéndose en el perfil de sus senos y en las redondeces fugitivas de sus muslos. Y acabó por recrearse en el singular juego del balanceo, a derecha e izquierda, las rodillas separadas y el talle girado sobre sus riñones, con el estremecimiento continuo de una almea* bailando la danza del vientre.

Muffat la contemplaba. Ella le daba miedo. El periódico había caído en sus manos. En aquel minuto de visión clara, se despreciaba. Eso era: en tres meses ella había corrompido su vida, y ya se sentía viciado hasta la médula por suciedades que jamás habría sospechado. Todo iba a pudrirse en él en aquellos momentos. Y por un instante tuvo conciencia de su mal, vio la desorganización aportada por aquel fermento: él envenenado, su familia deshecha, y un rincón de la sociedad que crujía y se desvanecía. Y, no pudiendo apartar los ojos, la miró con fijeza y trató de saciarse con la visión de su desnudez».

(Naná, de Émile Zola. Trad.
J. Zambrano. Madrid: Editorial Sarpe, 1984)


En España, autores como Pedro Antonio de Alarcón hacían explícita su distancia de esa «literatura francesa contemporánea»:


«Cuentos amatorios
se titula esta serie de novelillas, y amatoria es, efectivamente, hasta rayar en alegre y aun en picante, la forma exterior o vestidura de casi todas ellas. Pero, en buena hora lo diga, ni por la forma, ni por la esencia, son amatorios al modo de ciertos libros de la literatura francesa contemporánea, en que el amor sensual se sobrepone a toda ley divina y humana, secando las fuentes de las verdaderas virtudes, talando el imperio del alma, arrancando de ella las raíces de la fe y de la esperanza, y destruyendo los respetos innatos que sirven de base a la familia y a la sociedad.

Mis cuentos son amatorios a la antigua española, a la buena de Dios, por humorada y capricho, como tantas y tantas novelas, comedias y poesías de nuestros antiguos y célebres escritores, en que, sin odio ni ataque deliberado a los buenos principios, ni aflicción ni bochorno del género humano, se describían festivamente, y en son de picaresca burla, excesos y ridiculeces de estrambóticos amadores y equívocas princesas, de paganos y busconas, de rufianes y celestinas, con los chascos, zumbas y epigramas que requería cada lance; todo ello teñido de un verdor primaveral y gozoso, que más inducía a risa que a pecado».

(Pedro Antonio de Alarcón, Novelas cortas, Dedicatoria).

*almea: Entre los orientales, mujer que improvisa versos y canta y danza en público (DRAE).


J'Accuse de Zola

El líder del naturalismo, Émile Zola, protagonizó un famoso episodio relacionado con el llamado affaire Dreyfus, el caso Dreyfus. El capitán Alfred Dreyfus, de origen judío, fue condenado por espionaje. Supuestamente había entregado documentos secretos a una potencia enemiga, Alemania. Dreyfus fue desterrado a la isla del Diablo, donde sufriría cadena perpetua por traición.

Pero Émile Zola destapó el escándalo que se escondía tras este caso. El 13 de enero de 1898 publicó en el periódico L’Aurore un artículo titulado J’ accuse: carta dirigida al presidente de la República en la que acusaba a altos cargos del ejército como responsables de la condena de Dreyfus y del encubrimiento del verdadero traidor. La figura del intelectual comprometido, que toma partido por una causa, tiene una de sus más nítidas figuraciones en esta actuación de Zola, que le costó una violenta reacción de las fuerzas más conservadoras.

Tras la publicación de su artículo, Zola fue juzgado por difamación y condenado a un año de cárcel. Marchó a Londres, donde vivió en secreto. A su regreso a Francia murió asfixiado (quizá asesinado) en 1902.

El ultraje de Zola, tela al óleo de Henry de Groux, 1898.

El ultraje de Zola, de Henry de Groux, 1898.

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