El maestro de Petersburgo: Dostoievski

El maestro de Petersburgo, de Coetzee, edición Debolsillo, 2009Uno de los más grandes maestros de la narrativa actual, el sudafricano J.M. Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940), publicó en 1994 The Master of Petersburg. Una de esas estremecedoras obras engendradas por escritores que han sufrido la muerte de un hijo.

Como la genialmente lírica Mortal y rosa (1975), de Francisco Umbral, que perdió a su hijo de seis años. O Más allá del tiempo (2008), de David Grossman, que en 2006 vio cómo la ruptura de una tregua en el sur del Líbano se llevaba la vida de su hijo de veinte. Coetzee, hombre reservado y nada propenso a entrevistas, evita hablar del terrible suceso de la muerte de su hijo a los 23 años.

Pero El maestro de Petersburgo no es solo el exorcismo de un padre por recuperar a su hijo o por cauterizar la herida de su pérdida, sino que es una recreación de uno de los grandes escritores de todos los tiempos: Dostoievski. Además, aborda uno de los problemas más dolorosos que azotan a la humanidad: la violencia del poder y la violencia de la revolución que pretende derribar al poder establecido.

Un hombre acude en droshky (дрожки) al barrio del mercado de San Petersburgo. Busca el número 63 de la calle Svechnoi.

«La tercera planta del número 63 es una madriguera de cuartos conectados entre sí, a la que se accede desde un rellano en lo alto de la escalera. Sigue a la niña por un pasillo oscuro y en forma de hoz, en donde huele a berza y a ternera hervida; pasan por delante de un lavadero y llegan a una puerta pintada de gris que ella empuja y abre.

Se encuentran en una estancia alargada, de techo bajo, iluminada por un solo ventano que hay al fondo, a la altura de la cabeza. El lúgubre ambiente lo intensifica un recargado brocado que adorna la pared más larga. Una mujer vestida de negro se pone en pie para recibirlo»(cap. 1, pág. 10).

El hombre se presenta, sin aviso previo, en una casa desconocida. Descubrimos que es un padre que tiene una dolorosa misión. Busca el rastro de su hijo, muerto hace unos días. Le enseña su retrato a la mujer de negro, que alquiló una habitación al joven fallecido. El padre entra en ese cuarto.

«Lo primero que hace cuando ella lo deja solo es retirar la colcha de la cama. Las sábanas están limpias. Se arrodilla y aprieta la nariz contra la almohada, pero solo consigue percibir el olor del jabón y del hilo secado al sol. Abre los cajones. Han sido vaciados.

Deposita la maleta sobre la cama y la abre. Encima de todo encuentra un traje de algodón blanco bien doblado. Aprieta la frente contra el tejido y muy débilmente le llega el olor de su hijo. Respira hondo una y otra vez, pensando: es su espíritu, que entra en mí». (cap. 1, págs. 11-12)

El lector va descubriendo con ese hombre los misterios que lo envuelven. Vamos sabiendo que no es padre, sino padrastro del joven Pavel. Hasta la página 18 (edición Debolsillo, 2009) no aparece su identidad. Solo se nos permite saber nombre y patronímico: Fiodor Mijailovich. Hasta el capítulo quinto no se menciona su apellido: Dostoievski.

Pero la historia avanza y se complica. Las circunstancias de la muerte de Pavel no están nada claras. El protagonista será arrastrado por los laberintos del poder y del contrapoder revolucionario, ambos con arsenal sobrado para zarandearlo y poner su vida en riesgo.

La gran novela rusa

En la narración de Coetzee sobrevuelan varios maestros del Siglo de oro de la novela rusa. Padres e hijos (Отцы и дети, 1862), de Turguenev, presentaba la figura del nihilista.

«–¡Hum! –Pável Petróvich movió sus bigotes–. Bueno, y este señor Bazárov ¿qué es?
–¿Qué es Bazarov? –sonrió Arcadi–. ¿Desea, tío, que le diga qué es exactamente Bazárov?
–Hazme ese favor, querido sobrino.
–Pues es un nihilista.
–¿Cómo? –preguntó Nikolái Petróvich, mientras que su hermano se quedaba inmóvil dejando suspendido en el aire el cuchillo con un trozo de mantequilla pendiendo sobre su filo.
–Es un nihilista –repitió Arcadi.
–Nihilista –pronunció Nicolái Petróvich–. ¿Término, que según tengo entendido, procede del latín nihil, nada; palabra que se refiere a la persona que… no reconoce nada?
–Dirás, la persona que no respeta nada –continuó Pável Petróvich y se dispuso nuevamente a untar el pan de mantequilla.
–El que siempre tiene un punto de vista crítico para todo –señaló Arcadi.
–¿Y no es lo mismo? –preguntó Pável Petróvich.
–No, no es lo mismo. Un nihilista es la persona que no se inclina ante ningún tipo de autoridad, el que no acepta ningún principio de fe, por mucho respeto que este le infunda» (Padres e hijos. Madrid: Cátedra, 2004, p. 96).

La alusión al conflicto entre padres e hijos es recurrente en la novela de Coetzee. Además, el ambiente de los jóvenes revolucionarios nihilistas es parte esencial de El maestro de Petersburgo. En 1866, ese clima revolucionario desembocó en el primer intento (de los seis que hubo) de matar al zar Alejandro II, que acabó asesinado en 1881.

[El consejero de la policía, Maximov, habla a Dostoievski] «Por eso me pregunto, al final, si el fenómeno de Nechaev es una aberración del espíritu, tal como usted da a entender. Quizá solo sea en definitiva la vieja pugna entre padres e hijos, la que siempre ha existido, solo que en esta generación en particular adquiere una naturaleza más mortífera, más inexorable. En tal caso, quizá lo más sabio fuera también lo más simple, atrincherarse y aguantar más que ellos, esperar a que maduren. Al fin y al cabo, ya aguantamos antes a los decembristas, y después a los del 49. Ahora, los decembristas son ancianos, al menos los que siguen con vida. Estoy seguro de que el daimon que pudiera haberlos poseído huyó hace mucho tiempo» (El maestro de Petersburgo, cap. 5, pág. 56).

Detención de un propagandista, por Ilya Repin (1844-1930)

Detención de un propagandista, por Ilya Repin (1844-1930)

Dostoievski reflejó en su novela Demonios (traducida también como Los endemoniados, 1872) los conflictos internos de una célula revolucionaria de la época. Coetzee sitúa su novela en 1869, el año que Dostoievski empezó a escribir Demonios desde Dresde, donde se encontraba para huir de sus acreedores.

Demonios se inspiró en la figura real de Sergéi Nechaev (autor del Catecismo del revolucionario, creador de la sociedad secreta Venganza del Pueblo) y en la muerte de su compañero Ivánov, asesinado por no compartir los métodos de su célula anarquista-nihilista. Coetzee no solo coloca a su personaje Dostoievski viajando desde Dresde, perseguido por las deudas, sino que da entrada en su novela al propio Nechaev y a un joven muerto (sobre cuya muerte hay confusas versiones).

Un capítulo de Demonios, censurado por el editor, no llegó a publicarse. En castellano se ha publicado como La confesión de Stavrogin, personaje que cuenta su sórdida relación con una niña llamada Matryosha (igual que la niña de la novela de Coetzee).

En una caja de lata blanca guardada en los archivos estatales con el número 5038 se encontraba este texto que Virginia Woolf tradujo y publicó en su Hogarth Press en 1922. (Una joya semejante a esta: carta que escribió el autor a su hermano Mijaíl el día en que fue objeto de una ejecución interrumpida).

Ese fragmento censurado de Demonios es clave para entender El maestro de Petersburgo, cuyo capítulo final se llama «Stavrogin» sin ninguna explicación ni alusión directa a ese nombre. El lector paciente debería quizá afrontar la lectura de Coetzee después de haber leído la novela de Dostoievski.

Leer y escribir

En el laberinto que Coetzee dibuja, hay dos actos que son cruciales: leer y escribir. Según el personaje de Dostoievski ante el consejero de la policía, la lectura es «entregarse, rendirse»:

«– ¿Qué es lo que tanto miedo le da, consejero Maximov? Mientras leía la historia de Karamzin, o de Karamzov, o como se llame, cuando el cráneo de Karamzin se parte en dos igual que un huevo, dígame la verdad: ¿sufre usted con él, o se siente usted exultante, aunque en secreto, como si fuera suyo el brazo que empuñaba el hacha? Y permítame que conteste por usted: la lectura consiste en ser el brazo y ser el hacha y ser el cráneo que se parte; la lectura es entregarse, rendirse, no mantenerse distante ni burlón».  (cap. 5, pág. 58).

El consejero de la policía pide explícitamente al personaje de Dostoievski (que intenta recuperar los papeles de su hijo muerto) una ayuda muy peculiar. Le pide que le enseñe a leer.

«– Me ha dado usted las razones más benévolas y de mayor peso para no acceder a su solicitud, Fiodor Mijailovich. Se lo diré de otro modo: teniendo en cuenta el estado en que se encuentra, el espíritu de Nechaev podría saltar de la página y apoderarse por completo de usted. Ahora, hablando en serio, me dice usted que sabe cómo leer. En alguna fecha que ya precisaremos, ¿querría usted leerme estos papeles, todos ellos, los papeles de Nechaev, de los cuales este no es más que un cartapacio entre muchísimos mas?
– ¿Leérselos?
– Sí. Hacerme una lectura de ellos.
– ¿Por qué?
– Porque según dice usted, yo no sé leer. Hágame una demostración de cómo leer. Enséñeme a leer. Explíqueme estas ideas que no son ideas» (59).

Escribir, eje vital del protagonista, es –como en Coetzee– escoger los caminos más tortuosos.

«Recuerda al ayudante de Maximov y la pregunta que le hizo: «¿Qué clase de libros escribe usted?». Sabe ahora qué debería haber contestado: «Escribo perversiones de la verdad. Escojo los caminos más tortuosos, me llevo a los niños a los rincones más oscuros. Sigo la danza de la pluma» (cap. 20, 257).

Quizá sea Henry Miller quien ha expresado de una forma más contundente la perturbadora experiencia de leer a Dostoievski (y la de leer a Coetzee, habría que añadir):

Dostoievski, por Vasily Perov, 1872

Dostoievski, por Vasily Perov, 1872

 “La noche que me senté a leer a Dostoyevski por primera vez fue un acontecimiento en mi vida, más importante incluso que mi primer amor. Fue el primer acto deliberado, consciente, que tuvo sentido para mí; cambió la faz del mundo por completo. Ya no sé si es verdad que el reloj se paró en aquel momento, cuando alcé la vista después del primer trago intenso. Fue mi primer vislumbre del alma del hombre, ¿o debería decir que Dostoyevski fue el primer hombre que me reveló su alma?” (Trópico de Capricornio).

Leer a Coetzee es también un acontecimiento singular. Una experiencia que no puede dejar a nadie indiferente. Un magistral viaje a las tinieblas del ser humano por los caminos más tortuosos.

Juan Antonio Cardete

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