Relato

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4 respuestas a Relato

  1. Joselo ( 4ºD ) dijo:

    Estaba atardeciendo, hacía frío y caía una ligera llovizna, lo que creaba un ambiente pesado e insoportable. Pero aún así los soldados acudían a la batalla, por su honor, por su fidelidad, por su reino… Iban todo tipo de unidades : soldados, arpías, minotauros, dragones…

    Los aceros chocaban en un cruce de chispas, al son de los gritos de guerra y de los cuernos de batalla. Las flechas se veían a raudales e inundaban el cielo arrebatando vidas de aquellos a los que eran disparadas. Las bolas de fuego y las lanzas de hielo surcaban los cielos como una bandada de pájaros libres. Ramificaciones de luz amarilla caían en los regimientos enemigos. Esferas de agua recorrían el campo de batalla para ahogar a las unidades enemigas contrarias al mago que había invocado el hechizo.

    Y mientras tanto un joven de 16 años observaba la escena desde lo alto de la torre helada, la « Turris Crystallorum ´´. Era un chico con el pelo rubio, corto y en punta, tapado con un paño negro, con ojos azules, muy profundos, con la cara alargada. Llevaba un colgante parecido a un Dragón azul y un anillo con el emblema de un Dragón azul. Tenía un lema: « La virtud de los dos, en uno solo ´´.

    Portaba dos brazaletes con forma de tribal. Era alto, de aspecto fuerte y parecía seguro de sí mismo. Llevaba una capa marrón con la capucha puesta, y llevaba una espada corta a la cintura , de mango cristalino , que irradiaba un frío glacial que helaba la sangre de solo mirarla , debajo de la capa, en la espalda, se podía distinguir también la silueta de un escudo, que parecía de hielo puro.

    En ese mismo instante el chico juntó los pies, extendió los brazos como si fuera a volar y se precipitó al vacío. Caía en picado y se le alborotaba el pelo y miraba fijamente el suelo. Parecía que esperaba algo.

    –¿Donde se habrá metido? –pensó el chico.

    Y como si pudiera leer el futuro apareció un Dragón, una criatura magnífica, de aspecto terrible, de catadura orgullosa, de talante fuerte. Entre los propios Dragones cabía destacar a este, de color azul metalizado, duras escamas, perfectamente equilibrado en todos los aspectos físicos, patas enérgicas, garras temibles y de un tamaño proporcional al cuerpo, alas extensas y también proporcionales, cuello alargado precioso, para cortar el aire, una cola con púas al final, unos cuernos de una calidad impresionante, casi intactos con el paso del tiempo, y unos dientes que podían despedazar cualquier roca.

    El Dragón iba en busca del chico rubio que seguía cayendo en picado, aunque este se había tranquilizado incluso más que antes. Justo antes de la colisión el Dragón hizo una maniobra de giro y consiguió coger al chico y montarlo en una silla de cuero que tenía el Dragón entre el cuello y el lomo de las alas.

    -Creí que no ibas a venir –dijo el chico.

    Acarició al Dragón en el cuello mientras le guiñaba un ojo.

    -Yo creí que no ibas a saltar -comunicó el Dragón al chico.

    Ahora sobrevolaban las unidades enemigas. El Dragón lanzó un hálito de fuego que impactó en veinte de los enemigos que salieron corriendo mientras se abrasaban y gritaban de dolor.

    -Buen disparo -dijo el chico

    -Esperaba que lo dijeras -le comunicó el Dragón con cierto tono de sarcasmo.

    -Cuidado, nos están disparando –le advirtió telepáticamente al chico.

    Repentinamente, el chico puso las manos en dirección al frente y tres segundos antes de que las flechas les alcanzaran creó un muro de hielo, bastante grande, pero no suficiente. Un segundo después el muro se desmaterializó y dejó caer las flechas. Algunas de estas pasaron por debajo del muro en dirección a la cola del Dragón y le dieron, pero sin efecto, habían rebotado.

    Con increíble agilidad el Dragón giro en el aire y lanzo otra bocanada de fuego, pero esta vez seguida de dardos de hielo de su jinete y destrozaron al oponente en una tormenta de fuego y de hielo.

    Mientras seguían su vuelo una nueva amenaza se cernía sobre ellos, una bola de fuego enemigo, pero no un fuego normal, no, era un fuego negro, un fuego que desprendía maldad. Justo antes de ser alcanzado, el chico creo un muro de hielo más amplio que el de antes. El fuego oscuro impactó en el escudo de hielo que se esfumó en un abrir y cerrar de ojos junto al fuego negro. Se volvieron para reconocer a su atacante.

    -¿Pero qué…? –intervino el chico frunciendo el ceño y mirando en la dirección de la que había venido el fuego.

    – Es «ella´´ -dijo el Dragón.

    – ¿« Ella ´´? – Repitió el chico con cara de tonto.

    -Sí, « ella ´´, ¿qué esperabas? –dijo el Dragón con una mirada de ironía.

    -¿Un comité de bienvenida? -añadió el Dragón casi riéndose.

    Allí estaba ella. Una gran maga poderosa, que apenas era una cría de quince años. Era de estatura normal, entre el metro sesenta, de pelo negro, con una coleta que le llegaba hasta el hombro. Era guapa, de unos rasgos físicos un poco débiles pero bien equilibrados, y tenía un fuerte espíritu de lucha. Llevaba una sudadera hecha de cuero con un extremo del cuello rematado en un doblado. Portaba unos pantalones también de cuero muy ligero y las botas eran de cuero con suela de metal. Tenía una capa igual que la del chico. Sostenía un báculo de color negro con remates plateados en forma de tribal que finalizaban en una esfera de color azul metalizado.

    La chica levantó la mano en dirección a ellos e hizo una señal con el dedo. Repentinamente había un Dragón de color rojo que los miraba con un tono de furia y ansia en su mirada que se había abalanzado sobre ellos y había llegado muy rápido a su posición y los atacaba por el flanco. El chico se desprendió de la capa, desenvainó la espada de hielo y cogió el escudo gélido y se preparó para lo peor…

  2. Óscar dijo:

    La querella

    Había en la Universidad de la Sorbona, hace años ya, un brillantísimo profesor de historia. Poco nos importa su nombre, así que le podríamos llamar, por ejemplo, Marat. Era un personaje bajo y rechoncho, todo él grasiento de sudor, bigote de morsa y grandes gafas de pasta; que impartía unas increíbles clases magistrales.

    Estaba completamente enamorado de su trabajo (de hecho, no se le conocía ningún amor más) y se volcaba al cien por cien en él. Daba más clases que cualquier otro profesor y, gracias a impartir una asignatura común a muchas carreras humanísticas (Historia moderna), estaba metido en diversas facultades.

    Entre los alumnos se había convertido en un personaje mítico, ya desde muy joven. Los antiguos estudiantes le paraban por la calle para saludarle efusivamente; los nuevos prácticamente le rendían culto como a un profeta.

    Él correspondía a esta ciega fe quedándose encerrado en la universidad, trabajando hasta horas que los demás no sabían que existían: preparando las clases, investigando la historia, explorando los recovecos más oscuros de los libros…

    Llegó un punto en que el personaje tornó quijotesco (quién sabe si la tinta de los libros tuviera algo de azogue) y le entraron ciertos delirios de grandeza.

    Empezó a dejar ir algunas palabras que no eran del todo adecuadas. Hacía continuas alusiones a lo bien que hacía su trabajo. Contaba alguna que otra anécdota (por no decir un millón) sobre la gratitud que sus alumnos y exalumnos le demostraban. Comentaba que él era el único profesor de la universidad que se preocupaba realmente por los alumnos. Alguna vez dijo que el resto tan sólo pensaban en cobrar. Incluso empezó a criticar y despreciar veladamente el trabajo de algunos profesores en concreto.

    Por supuesto, esto siempre en la más estricta confidencialidad (al menos, toda la que puede dar un aula atestada de chavales de diecinueve años).

    El caso es que Marat empezó a ganarse el descontento de algunos profesores. Ya en su día despertara envidias, pero con los años y la prepotencia empezó a crearse más detractores.

    Uno de sus más acérrimos enemigos en la Sorbona era un catedrático de filología francesa. Era un personaje aguileño y escurridizo, gris ceniciento, pura antítesis de Marat. Podríamos llamarlo Richelieu. Era todo un veterano en su facultad, un auténtico pez gordo que durante años y años se había ido ganando pacientemente este informal epíteto.

    Richelieu daba muy pocas clases, porque le importaban bien poco los estudiantes. (Tal vez por eso le dolía más que Marat lo pusiera en evidencia). Desde su trono catedralicio hacía política barata, metiendo sus narices en todos los asuntos de la universidad, participando en rencillas internas, usando a alumnos y profesores para lo que le conviniera… No hace falta decir que buena parte de las críticas veladas del polémico profesor iban dirigidas a él.

    Ya desde los primeros tiempos de Marat en la Sorbona, Richelieu se había sentido celoso y le había tratado despectivamente; no podía tolerar que un novato se hubiera ganado en dos días un respeto que él no había logrado en treinta años. Por eso, cuando el descontento hacia Marat se fue extendiendo, no dudó ni un instante en actuar como instigador y cabecilla de los profesores.

    Durante un tiempo todo se limitó a corrillos hostiles en las salas de profesores, a comentarios cortantes, chistes malos en todos los sentidos y otras minucias. Pero un día, Marat dijo algo que no debería haber dicho:

    – … porque aquí hay mucho cateladrucho a quien no le importáis lo más mínimo y que pasan de hacer su trabajo. Por poner un ejemplo, ese tal Richelieu, al que nunca he visto en un aula. Luego ya podrá ir criticándome por ahí todo lo que quiera.

    Aquello, dicho delante de cien alumnos, ya era un ataque abierto. El aquilino Richelieu no estaba dispuesto a dejar las cosas así. No iba a tolerar que un gordezuelo de tres al cuarto se le subiera a las barbas.

    De modo que movió los hilos, a su manera, paciente e intrincadamente, reclamando favores y viejas amistades, hasta que consiguió lo que quería. El rector decidió que Marat era el más adecuado para dar una nueva y extraña optativa.

    Por supuesto, como su horario ya no podía dar más de sí, tendría que renunciar a algunas clases. Se decidió que lo más adecuado era que dejase de dar Historia moderna y se limitase a las optativas (tanto la nueva como las que ya impartía).

    Esto fue un golpe realmente doloroso para Marat. Al perder su asignatura más populosa e interdisciplinar también perdía la oportunidad de tocar con sus manos a las nuevas generaciones. Gracias a la Historia moderna se había labrado la admiración y el apoyo de la gran mayoría de estudiantes; si se la quitaban, le quitaban también el principal soporte que tenía en su guerrilla personal contra el claustro de profesores. Pero asumió el ataque en silencio; pensaba tomar cartas en el asunto.

    Como la decisión se tomó a medio semestre, Marat todavía tenía tiempo. Sin embargo, desde ese momento, el profesor cesó en sus críticas y su presunción. Se limitó a seguir impartiendo sus magistrales clases, si cabe más brillantes que nunca. Su dialéctica abandonó la simple pedagogía para entrar en el campo de la retórica y la oratoria más lucidas.

    Sus discursos eran equilibrados y apasionados a la vez, eran todo verbo sonoro y retumbante, un faro de clara luz, de razón y pensamiento ilustrado. Escuchar las clases que daba sobre la Revolución francesa eran como vivirla en la propia sangre; despertaba en los alumnos, que le contemplaban babeando, extasiados, los más altos ideales, las más viejas esperanzas y pasiones.

    Poco a poco, sus palabras se fueron tiñendo de un secreto aire subversivo. Era imposible oírle hablar de la Asamblea Nacional sin querer guillotinar alguna cabeza al salir del aula. El fuego de la rebelión se extendió por toda la universidad. Nada más sencillo, por otra parte: cuando uno tiene la rebeldía latente en la joven sangre no necesita causa alguna, cualquier excusa es buena.

    Finalmente pasó lo que tenía que pasar: estalló una huelga de estudiantes. Primero tímidamente, en forma de insignificante grupo dando gritos a la entrada del gigantesco edificio. Luego fue creciendo, hasta que una verdadera multitud se alzó, vociferante, al grito de «arriba Marat», «arriba el profesor de los alumnos, el profesor del pueblo». Acusaban a la directiva de falsos e intrigantes, a Richelieu de víbora y, en general, montaban mucho escándalo.

    Seguramente la huelga hubiese paralizado completamente la universidad, de no ser porque Marat también contaba con detractores entre los propios estudiantes. Formaban un elenco heterogéneo, que agrupaba a los estudiantes mediocres que detestaban la exigencia del profesor, a los que le consideraban un pedante pomposo y a aquella gente que siente pasión por ir contracorriente.

    Fue el caso que alguna lengua viperina encendió entre estos contrarrevolucionarios el afán de la bronca y el escándalo. Así que tomaron por costumbre proferir a voces cosas como “abajo Marat” y hacer pintadas insultantes en las centenarias paredes del recinto.

    Seguramente el primer acto violento fue cuando pillaron a uno de estos “pintores”. Por lo visto un pequeño grupo de estudiantes huelguistas, volviendo a casa tras una noche crápula, decidieron pasar por la universidad para ver si cazaban a alguno de los graffiteros. Vaya si lo cazaron; con las manos en la masa. Borrachos, los estudiantes se arrojaron sobre el chico que en solitario mancillaba la pared. Podrían haberlo matado a golpes perfectamente, ebrios como estaban; sin embargo se moderaron y todo acabó en unos cuantos moratones y una visita rápida al hospital.

    A la mañana siguiente la noticia corrió como pólvora por toda la facultad. Richelieu no perdió la
    oportunidad de señalarle a Marat (en público, por supuesto) la barbarie de sus seguidores.

    -Bueno, –contestó, sardónico, el obeso profesor- tal vez aquellos paletos que se dedican a ensuciar los muros venerables de la Sorbona merezcan realmente una paliza.

    -¡Ah! ¿Así que no sólo son violentos, sino que usted los ampara? Debería exigir que lo despidiesen ahora mismo solamente por ese comentario.

    -Usted puede exigir lo que quiera, otra cosa es que alguien le haga caso.

    Para más retintín, el profesor se explayó aquel día, en clase, explicando los origenes y la historia de la vieja universidad parisina. Como en todas las lecciones que estaba dando últimamente, el tono fue exaltado, alabando el edificio y sus vetustos muros como marco de la que fuera durante siglos la cultura europea más brillante.

    Los alumnos, en su frenesí, se lanzaron personalmente a limpiar las pintadas de las paredes. También empezaron a abuchear y a amenazar con apedrear a cualquier antihuelguista que se les pusiera a tiro, tildándolos de paletos: asesinos del saber y la cultura.

    Se esforzaban en vano, porque pocos días después alguien dejó sobre la puerta principal (que se alzaba sus buenos metros sobre el suelo) una pintada que rezaba, como si de una cita insigne se tratara: “No importan las piedras o las paredes, importan las personas; no importan las palabras y el humo vacío, importa lo que queda después.” La sangre revolucionaria quedó envenenada y un grupo de los rebeldes decidió vengarse.

    Al día siguiente, aprovechando que Richelieu se hallaba en una reunión con el rector de la universidad, el grupo de vándalos entró en su despacho y se lo destrozó de arriba a abajo. Curiosamente, nadie les vio entrar o salir y nadie les oyó mientras partían los muebles de época.

    -¡SALVAJES!¡Salvajes, salvajes, salvajes, salvajes…!

    El catedrático no cabía en sí de rabia. Con la sangre todavía hirviendo, se plantó en medio de la clase de Marat.

    -Escúcheme, patán de tres al cuarto: no pienso parar hasta verle expulsado de la universidad. Ya no sólo es usted un pedante y un estúpido, sino que encima anda incitando a la subversión y a la barbarie más aberrante. Y andaos con cuidado todos vosotros, -señaló a los alumnos- averiguaré quiénes son los responsables de todo esto y me encargaré personalmente de que la policía dé buena cuenta de ellos.

    Richelieu abandonó el aula sin decir ni una sola palabra más. Un silencio jocoso quedó flotando sobre los alumnos.

    -Y eso, señores, es educación- despertó sonrisas el bigotudo irónico. -Pero, ¿sabría alguien decirme qué le pasa ahora? ¿Alguien sabe a qué se refería con lo de la aberrante barbarie?

    Es probable que alguien lo supiera, de buena mano además, pero se lo calló. Tanto daba, pues al acabar la clase el catedrático ya lo había publicado más que ampliamente y era él la comidilla de toda la universidad.

    Finalmente, el rector hizo llamar a Marat, sin dar mayor explicación de para qué. Muchos creyeron que era para darle el finiquito. Entonces los alumnos, sedientos de sangre, se lanzaron al enorme patio interior, poniendo el grito en el cielo. Pero nadie respondía en el despacho del rector.

    Sería difícil saber quién tiró la primera piedra, que cayó a los pies de Marat y los directivos de la universidad.

    -¿Ve? ¿Ve como aquellos que le defienden, profesor, son como animales?

    -Por algo será que han de comportarse así, ¿no?

    Pero a la primera piedra le siguieron más, destrozando el cristal de la balconera. Todo esto no deja de ser curioso; no suele ser fácil encontrar piedras en los patios de los edifcios universitarios. A pesar de esta dificultad, el caso es que los interlocutores se vieron forzados a huir del despacho. Antes de que el rector se recuperase del susto, Marat había desaparecido.

    Cada vez llovían más piedras sobre el suelo desnudo, mientras que los pasillos empezaban a llenarse con una turba enfurecida, que clamaba la cabeza del rector y de Richelieu. En su camino atropellaban a todo aquel que encontraran en su camino, pisoteando a los que no se les unían. Los profesores y los alumnos partidarios del poder establecido se retiraron hacia la sección del edificio que alojaba la facultad de derecho, atrancando las puertas con todo lo que encontraron.

    Pronto la multitud aporreaba las puertas y los encarcelados se encogían, cobardes. El rector había intentado escapar con algunos profesores por el extremo opuesto de la facultad, pero los manifestantes habían llegado al mismo tiempo que ellos y se habían visto obligados a retirarse. Sobre el palpable terror, se alzó la voz de Richelieu:

    -¡TRANQUILIDAD! Que todo el mundo se calle y escuche. Hemos de organizarnos; esos salvajes nos tienen rodeados, pero si nos unimos y actuamos como conjunto conseguiremos escapar ilesos. Ahora los manifestantes están demasiado furiosos y violentos como para intentar nada, debemos limitarnos a atrancar las puertas más solidamente y a levantar barricadas. Cuando se relajen y bajen la guardia romperemos sus filas y escaparemos.

    Así que profesores y alumnos renegados empezaron a apilar contra las puertas todo tipo de muebles pesados. También cortaron los pasillos con muros de sillas y mesas apiladas, que actuaban como segunda línea defensiva. Se armaron con libros, borradores, cuadros, lámparas y otros objetos pequeños, que amontonaron cerca de las barricadas para que les sirvieran de proyectil. Luego se sentaron a esperar, agazapados tras las columnas y los muebles; la voz trémula, escalofríos sobre la piel y un sabor pastoso en la boca.

    Al principio parecía que los huelguistas se conformaran con vociferar y lanzar objetos por las ventanas. Pero, por lo visto, lograron hacerse con algún tipo de ariete y empezaron embestir la puerta principal, haciendo retumbar el aire por los helados corredores. Todos los nervios se tensaron: los ojos aterrorizados de los sitiados, los inyectados en sangre de los sitiadores, clavados en la puerta. Primero se quebró la madera, luego el tablero se desprendió de sus goznes y, finalmente, los muebles apilados se derrumbaron con estruendo. El pueblo penetró en tropel en la facultad de derecho, apartando y destrozando mobiliario.

    Sin embargo, continuando recto por el pasillo, pronto se encontraron con una enorme e infranqueable muralla de sillas y mesas. Los sitiados debían de haber vaciado un aula entera. Intentaron abalanzarse sobre ella, intentaron desmontarla, pero sólo consiguieron que algunos de los muebles se les derrumbaran encima, magullándolos. Algunos probaron de seguir el tortuoso sendero que se internaba entre los resquicios de la muralla y llevaba al otro lado. Pero, si lograban atravesarlo, se encontraban con furiosos defensores que les golpeaban con todo lo que tenían a mano, hasta que se sentían disuadidos.

    Los que optaron por tomar el primer pasillo a la izquierda se encontraron con una barricada menos grande y sólida, pero guardada por una multitud de contrarrevolucionarios armados hasta los dientes. Intentaron avanzar pero desde todos los rincones les llovían objetos pesantes lanzados con la peor intención. Finalmente desistieron, algunos por sus heridas de batalla (narices sangrantes, cantos en los ojos…), otros por simple aburrimiento de recibir tunda.

    Las voces de los defensores se alzaron victoriosas en el primer corredor de la izquierda y, poco después, se les unieron las del corredor que seguía recto. Sin embargo fue una victoria momentánea, pues los atacantes sólo se habían replegado para organizarse. Poco después se lanzaron de nuevo contra las barricadas, pero esta vez iban protegidos (y armados) con los restos de los muebles apilados contra la puerta principal. Arrastraban los armarios por los pasillos, ocultándose detrás para evitar los objetos que volaban.

    En el pasillo central empezaron a desmontar, ahora ya organizadamente, la gran muralla. En su hermano izquierdo los sitiadores ganaban cada vez más y más terreno. Justo cuando la tensión era máxima y los contrarrevolucionarios veían que sus defensas iban a caer, por las ventanas empezaron a entrar alumnos huelguistas, que se lanzaron sobre ellos. Al fin y al cabo, tan sólo se hallaban en el primer piso y el populacho había decidido trepar por la fachada y rodearlos.

    -¡HAY QUE SALIR DE AQUÍ! ¡SUBID, SUBID AL SIGUIENTE PISO!–. La voz de Richelieu restalló en medio de la confusión.

    Acosados como animales, los contrarrevolucionarios emprendieron una retirada desesperada. Se armaron con sillas y extintores y avanzaron con todas sus fuerzas, golpeando a diestro y siniestro como locos. Más de un alumno acabó tumbado en el suelo, derribado por un golpe de extintor en la cabeza. Finalmente lograron alcanzar la escalera y subir al segundo piso, con el proletario pisándoles los talones.

    Sin embargo, desde la cima de la escalera, los defensores tenían ventaja estratégica. De modo que mientras unos defendían la posición arrojando objetos (volando o rodando) escalera abajo, o a patada limpia, otros montaban la siguiente línea de defensa. Cuando hubieron acabado con la construcción de la muralla los revolucionarios se vieron obligados a retirarse. Hicieron intentona de ir a las otras escaleras, pero los sitiados llegaron antes. Con aquella superioridad de su parte, alumnos renegados y profesores podrían resisitir cómodamente durante mucho tiempo.

    Durante toda la tarde se sucedieron pequeñas escaramuzas sin ningún resultado. Finalmente cayó la noche y prisioneros y carceleros se dispusieron a pasarla. Establecieron guardias y relevos para defender las posiciones; luego se acomodaron lo mejor que pudieron.

    O eso parecía. Pero, para los partidarios de Richelieu aquello era simple postura. Querían que los alumnos se confiasen; esperarían a que los guardianes bajasen la guardia para salir de su cautiverio. Ya no querían escapar: el fuego del combate les había incendiado la sangre. Ahora querían venganza, querían arrasar con los atacantes como habían intentado hacer con ellos.

    Durante la tarde a alguien se le había ocurrido la brillante idea de cortar la luz (quién sabe para qué exactamente; quién sabe a qué partido pretendía favorecer), de modo que la oscuridad total se hizo con el edificio. Sin embargo, cuando el silencio se apoderó de las cavernosas estancias, Richelieu no dio la orden de atacar. Esperó. Pasaban las horas, y esperó. Dejó que pasara el primer turno de guardia del ejército de Marat y comprobó que este había durado tres horas. Esperó. Y, cuando ya llevaban casi dos horas y media del segundo turno, se pusieron en movimiento.

    Se deslizaron como sombras, acercándose hasta la barricada. Durante la tarde, en uno de los momentos de tranquilidad, la habían preparado para poder desmontar uno de los laterales de manera rápida y silenciosa. Eran un grupo pequeño, de unas diez personas, pero lo conformaban los alumnos renegados y profesores más fuertes y enérgicos.

    Bajaron la escalera principal, descalzos y arrimados a la pared; amparados por la oscuridad. Como fantasmas, se abalanzaron sobre la adormilada guardia. Los redujeron, les amordazaron la boca con pañuelos y calcetines y les cubrieron la cabeza con camisetas. Los arrastraron escalera arriba, donde los ataron convenientemente (no me pregunten con qué).

    Mientras tanto, el grueso de los sitiados ya descendía sobre los dormidos sitiadores. Con un grito escalofriante, iniciaron la masacre. Algunos pateaban a los postrados huelguistas. Otros les golpeaban con sillas o lo que tuvieran a mano. Hubo unos pocos estudiantes que fueron arrastrados hasta las escaleras del primer piso y lanzados por ellas rodando. También los hubo que fueron maniatados y llevados al piso superior. Para cuando los revolucionarios quisieron reaccionar, los nocturnos asaltantes ya se habían vuelto al segundo piso, montando de nuevo la barricada. Algunos (los menos contusionados) hubiesen jurado que todo había sido un sueño.

    Pero ésa se la guardaban. Vamos si se la guardaban. Dejaron a los traicioneros contrarrevolucionarios disfrutar de una madrugada tranquila, pero sólo mientras se preparaban, sólo hasta el amanecer. Mientras Richelieu y los suyos se regocijaban en su éxito, uno de los huelguistas (uno que tenía un poco de químico y mucho de vándalo) propuso una idea. Así que buena parte de los sitiadores se retiró a pasar las últimas horas de la noche en sus casas, encerrados en la cocina…

    Para cuando el sol empezó a lamer las paredes de la Sorbona, el estruendo ya había despertado a los pocos sitiados que dormían. Por todas partes se oían explosiones y un humo negro y espeso invadía los pasillos. Durante las horas de tranquilidad el ejército de Marat se había dedicado a preparar bombas a partir de salfumán y papel de aluminio metidos en botellas de plástico (que, aunque eran inofensivas si no te pillaban muy cerca, montaban mucho escándalo). También habían preparado, ya que estaban, bombas de humo de nitrato de potasio (de ahí lo de pasarse la noche cocinando, con el azúcar, el bicarbonato de sodio y esas cosas).

    Ahora el populacho aprovechaba la confusión para desmontar las barricadas y se precipitaba en tropel al interior del segundo piso, destrozándolo todo con sus minibombas. Algunas eran de cristal y las lanzaban rodando por el suelo; al explotar, los cristales salían volando por todas partes, como metralla, aguijoneando a todo el que se hallase en un radio de tres o cuatro metros. La voz aterrorizada de Richelieu resonó, estentórea, sobre el humo y el estruendo.

    -¡HAY QUE DETENER ESTO! ¡TENEMOS QUE COGER A MARAT!

    Sus ya fieles seguidores se dispersaron, escabulléndose entre la bruma acre que los cegaba y los amparaba. Al grito de “muerte a Marat” (grito que proferían los más estúpidos, ya que en el caos les servía de identificación ante sus enemigos) arrancaron a correr por las clases y pasillos. Pero Marat no aparecía por ningún lado.

    Sin embargo, los propios seguidores de Marat, viendo que su líder estaba amenazado, se replegaron hacia el aula que le servía de base de mando. Formaron tropel ante la puerta y se prepararon para pelear con uñas y dientes, lo cual señaló a Richelieu y los suyos donde se escondía la bola de sebo.
    De modo que se entabló el combate final.

    Al ejército popular ya no le quedaban prácticamente bombas (aparte de que tendrían que haber bombardeado sobre sí mismos para dañar al enemigo) y ya no quedaban más sillas, muebles o extintores para destrozar. De modo que los contendientes se golpeaban a puño y brutalidad desnudos; doblando miembros en ángulos imposibles, estampando cabezas contra el mármol del suelo y la pared, mordiendo y arañando… El hecho de que ya muchos tuviesen las ropas rasgadas y la piel cubierta de sangre y suciedad le daba todavía más dramatismo al asunto. Vamos, todo muy apoteósico.

    Entre aquel tumulto, salvando la cabeza de milagro, Richelieu logró colarse en el interior del aula. Allí el combate arreciaba y, sobre la mesa del profesor, Marat se encontraba de pie. Se alzaba, enorme y sudoroso, con el torso desnudo y el pelo encrespado. Se había adornado todo el cuerpo con pintura azul y negra, que ceñía la grasa bamboleante y cubría por completo la cara; destiñendo los dibujos por la transpiración. Tenía los ojos inyectados en sangre, el rostro socrático y bigotudo fuera de sí, y lanzaba continuamente consignas (que más parecían aullidos) a los luchadores.

    Al ver a Richelieu, contemplándole atónito a sus pies, lanzó un alarido tremendo y saltó sobre él. Sus regordetas manos se dirigieron directamente al cuello del catedrático, pero este se revolvió, inflándole a patadas y puñetazos. Al ver que no podía dominarlo, Marat empezó a sacudir a su contrincante, dejando caer todo su peso sobre la cara con cada golpe. Sin embargo, el ilustre cardenal logró acertarle un rodillazo en la entrepierna, zafándose de su abrazo. Se alzó como malamente pudo, retirándose jadeante al otro extremo de la mesa. Cruzaron las miradas.

    Entonces de entre la turba surgió una figura llorosa. Estaba completamente desquiciada: los ojos vagaban desorbitados, los labios temblaban, el vello erizado, toda ella puro encrespamiento. Tenía la mente en blanco, completamente saturada, y sólo rondaba por ella un vago pensamiento: acabar con todo. Se había contado entre los seguidores de Marat, pero en ese momento se hallaba completamente superada por la situación y ya no era partidaria de nadie.

    Por suerte para mí, la figura era una joven estudiante, así que podré decir que se llamaba Charlotte Corday. Era una de las que durante la noche preparara bombas caseras y había aprovechado el viaje para traerse el rifle de caza de su padre. La había escondido en un rincón, para el caso de que las cosas se pusieran realmente feas.

    En ese momento paseaba con la enorme escopeta como una niña con su muñeca. Al principio nadie se dio cuenta, pero luego la gente reaccionó y se apartó, dejándola sola en medio de un pasillo que acababa en Marat. Éste apartó la mirada de su presa (Richelieu) cuando los ojos ciegos de Corday apuntaron el doble cañón hacia su pintarrajeado pecho.

    El trueno de la pólvora sonó un instante después de que otro joven (también ciego, extasiado en su frenesí) se plantara ante Marat. Para cuando el plomo helado, ardiendo en el pecho, templó su mente enajenada, ya era tarde. Los sentidos se le escurrían entre los dedos con un último adiós.

    Por todas partes se oían sirenas; los bomberos se afanaban en apagar incendios en la Facultad de Derecho y las ambulancias recogían frenéticamente a las docenas de heridos. También frenética era la actividad de los periodistas, que con sus furgonetas y sus cámaras se afanaban por conseguir un poco de morbo. El jefe de policía contemplaba la escena, la preocupación pintada en el rostro. Uno de sus subordinados se le acercó.

    -Informe. ¿Qué demonios ha pasado aquí? Esto casi parece un ataque terrorista.

    -Pues verá, señor comisario, no está muy claro. Por lo visto ha habido un ataque de histeria colectiva. La mayoría de los estudiantes y profesores que estamos sacando se encuentran en estado de shock. Algunos se muestran violentos y no quieren salir. De momento lo único que hemos podido sacar en claro es que todo se inició por una querella entre dos profesores, o eso parece. Unos tal Marat y Richelieu; los hemos detenido a ambos. También hemos detenido a Charlotte Corday, la joven que disparó.

    -Dios santo, ¿cómo ha podido acabar así?
    (…)

  3. Joselo. Ex-alumno. dijo:

    «Dos contra el mundo.»

    Era un día cualquiera de un mes cualquiera. Llovía ligeramente y no se podía ver más allá de 50 metros debido a la niebla que perturbaba el precioso entorno de un bosque. Un bosque que contenía una casa de madera de roble, bien barnizada y conservada para que no sufriera muchos desperfectos con el paso de las Eras.

    Hubiera sido un día cualquiera, a excepción de la cantidad de asaltantes que se acercaban sigilosamente por los alrededores de la casa, con mantos negros y pasamontañas idénticos para intentar pasar desapercibidos ante los peligros que les esperaban dentro de aquella casucha.

    El primero de ellos, el que parecía ser el líder, se adelantó un paso y alzó el puño en señal de inmovilización hacia todo el escuadrón que, por lo visto, él controlaba. Observó atentamente cada cm del terreno, cada pequeño animal. Predijo todo signo de cambios en los vientos del norte y del sur. Hizo todo tipo de cálculos matemáticos para asegurar la victoria de la batalla que iba a tener lugar.

    Mientras tanto, aburridos, dos chicos en el interior de esa casa se reían y charlaban contándose las historias de cada uno, al otro respectivamente, a la par que jugaban al ajedrez.

    El primero, de pelo largo y castaño, un poco alborotado, con unas púas en la cima de la cabeza, lo que le hacía parecer bastante imponente. Tenía unos ojos marrones que expresaban sinceridad, alegría y amistad. Su vestimenta podía definirse como un estilo Heavy/Goth. Pantalones negros con cordón y cadenillas. Una camisa bastante atractiva con un par de tribales de tamaño considerable y de color plata a modo de contraste. Unas zapatillas deportivas bastante chulas, de color negro con remates plateados. Parecía un muchacho de no más de 18 años. No se apreciaban armas entre su indumentaria.

    El segundo, con el pelo corto pero en punta, y de un castaño bastante más oscuro que el otro. Sus ojos rozaban la belleza suprema con el marrón del iris y el borde azulado que contenían. Este llevaba una camisa negra rasgada en las hombreras por las que salían unas pequeñas mangas de color morado, y en la espalda, un tribal bastante grande del mismo color que las mangas. Unos pantalones también largos con cordones de color morado, para seguir el juego de la camiseta. Y cómo no… Unos guantes negros de lucha con una estrella en cada dorso del guante. Llevaba puestas unas zapatillas normales de color negro con resaltes morados. Al igual que su amigo, no llegaba a los 19 años de edad. Deduzcamos que los guantes de lucha son por algo.

    –Sí, la verdad es que el otro día casi me mata un tío con un puñal. Se puso bastante molesto –le dijo el primero al segundo con una sonrisa de “coña”.
    –Jajaja. Eso no es nada, macho –alega el segundo. –A mí casi me pilla un carcelero cuando pasé a visitar a mi colega cerca de la cárcel. Lo peor es que no sé por qué me perseguía –añadió un poco estupefacto.

    La conversación siguió por el mismo camino hasta el final de la partida de ajedrez. Entonces, ambos se llevaron el vaso de coca-cola a la boca y se lo acabaron de un trago.

    –Esto no avanza. Seguimos empatando la mayoría de las partidas que echamos –dijo el del pelo corto.
    –Eso es porque soy mejor que tú –dijo el de pelo largo. Después añadió una gran carcajada.

    El de pelo corto le miró con una cara de sorpresa y susto al mismo tiempo (D=)
    –¿Quieres decir que empatamos porque eres mejor que yo? JAJAJAJA –se pudo apreciar con la voz del chico de pelo corto–. Es obvio que empatamos porque estamos igualados –añadió sutilmente.
    –Mmmm… Podría ser –terminó por sentenciar el chico de pelo largo.
    –Sí, es cierto… Yo también creo que… ¡¡¡DUUZZZZHHH!!! –dijo chocándole la mano, algo a lo que el otro chico contestó y por lo acabaron a carcajada limpia.
    Cuando estaban cogiendo el último hálito de aire para recuperar la visión de tanto reírse, una bomba pequeña atravesó la ventana.

    –¡¡Mecaguenla…!! –es lo último que pudo apreciarse de la voz del chico de pelo corto antes de que la casa terminara por desintegrarse en millones de diminutas y afiladas astillas.

    Los atacantes se quedaron acechando alrededor de la masiva bola de humo que, ahora, dificultaba aún más la visión del campo, aunque estaban seguros de haber vencido. Estuvieron un rato tanteando el terreno, sin encontrar resultados sobre la casa totalmente calcinada y el pequeño soplo de fuego que quedaba sobre los restos de la vivienda, ahora derruida.

    Cuando terminaron con la pequeña investigación que habían llevado a cabo, emprendieron la marcha de regreso hacia donde quiera que fuera, les habían contratado. Y justo en ese momento fue cuando dos chicos, uno de pelo largo y castaño clarito y otro de pelo corto en punta y castaño más oscuro, surgieron de entre las sombras limpiándose las motas de polvo de las camisas.
    Se miraron a los ojos. Compenetración. El arma más poderosa entre dos amigos.
    –¿Pero vosotros sois tontos o qué? –dijo el del pelo corto.
    –Eso eso… ¿no veis que nos podíais haber matado? –dijo el otro poniendo cara asustada.
    –Desde luego… Que no hay vergüenza –añadió el chico del pelo corto.

    Se volvieron a mirar a los ojos. Súbitamente, los enemigos empezaron a cargar contra ellos a toda velocidad y con todo tipo de armas, algunas raras y otras no tanto. Los dos chavales permanecían impasibles, uno ahora agachado el otro de perfil con los brazos cruzados.

    –Bleh… Esto se pone interesante –dijo con una ligera sonrisa malévola el chico de pelo largo–. ¿Tú qué opinas, Seichiro? –añadió dirigiéndose al otro chico.
    –Está claro que se merecen un duro escarmiento –dijo Seichiro–. Ya sabes, Kurai, esos tipos han acabado con nuestro tablero de ¡AJEDREZ! –dijo Seichiro con un tono cruel de enfado.

    A lo que, milésimas después, Seichiro, que estaba agachado, extendió su mano derecha al frente y su mano izquierda a su respectiva dirección y un aura de lo que parecía ser oscuridad cubrió totalmente su cuerpo. Después, Kurai empezó a brillar con una extraña luz que parecía irradiar su cuerpo. Ambos estaban preparados para empezar y acabar con lo que parecía que se les venía encima.

  4. David cve dijo:

    El último viaje

    Un día te levantas y te sientes vacío, no tienes nada qué hacer y el tiempo pareciera haberse detenido para amargarte aún más.

    No sabes qué hacer. Te tiras al sofá, ni siquiera te molestas en acomodarte. Enciendes la televisión, pones los ojos en blanco y desconectas tus oídos. Mientras, tu dedo pulgar pulsa mecánicamente los botones del mando, que será el portal hacia el otro mundo, un mundo ideal en el que dejas en la puerta los relojes y te deshaces de las ataduras del deber y la responsabilidad.

    Tus párpados, pesados como el plomo, se cierran paulatinamente mientras tus labios dibujan una enorme «O», tranquilo, solo estás bostezando, es normal, ahora déjate llevar por la senda de la imaginación hasta un lugar maravilloso.
    Mientras escuchas el eco de la televisión, tus dedos se funden con los botones del aparato y te metes en él, entre los mecanismos disciernes una luz, y como un imán te ves atraído hacia ella. En cuanto abres los ojos, estás en aquel lugar maravilloso del que te hablaba. Tienes miedo, estás asustado, aturdido, procuras encontrar a alguien, pero nadie responde a tus preguntas.
    Una vez asumida tu soledad, te dispones a entrar, a explorar cada rincón de ese fantástico universo, observando cada detalle, sin que el tiempo pase. Te encuentras libre en medio de un paraíso de cielos despejados y verdes praderas, de una tenue luz que alumbra cada paso que das.

    El agua de un río llama tu atención cayendo desde un alto y provocando grandes estruendos, te acercas y vislumbras, en mitad del agua, una densa oscuridad, te acercas con pasos quedos, el ruido te taladra los oídos, el agua, helada, se mete por tus zapatos y pierdes la sensibilidad de los pies. Estás deseando llegar a la cueva, pero el tiempo, congelado por el torrente glaciar, no transcurre, y el interminable lago te separa aún más de la cueva. Decides volver y, cuando tornas la mirada hacia atrás, no ves nada, todo ha desaparecido, y un ruido insoportable te perfora hasta el tímpano, destruyéndolo poco a poco. TIC, TAC, TIC, TAC.

    No lo puedes soportar, en tu cabeza solo suena el sonido del tiempo, el sonido más desagradable que puedas imaginar, te tapas los oídos pero no sirve de nada, lo escuchas aún más fuerte, dentro de ti, como si pudieras escuchar los engranajes de tu corazón. Los estrépitos del torrente se oyen ahora bajando por tu mejilla, dejando un surco de dolor y tristeza, de una impotencia generalizada que te impide moverte. Luchas contras tus músculos pero nada, solo sientes el frío de tus pies mojados y tus mejillas húmedas.
    De pronto, apareces al lado de la cueva, puedes moverte y el insufrible ruido ha cesado, te metes en ella y observas, desde una profunda oscuridad que no te deja ver los pies el paraíso que tanto añorabas, que ahora adquiere una claridad, tan intensa, que te obliga a cerrar los ojos, unos ojos que nunca más se volverán a abrir.
    Acabas de vivir el más hermoso y espeluznante viaje de tu vida… y de tu muerte.

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